domingo, 18 de marzo de 2012

Características psicológicas y evolutivas de las personas adultas con síndrome de down




  • Fuente: http://www.down21.org/revistaAdultos/revista2/caracteristicas_psicologica
Emilio Ruiz
Psicólogo y Asesor Psicopedagógico de la Fundación Síndrome de Down de Cantabria.
Orientador Educativo. Centro de Educación de Personas Adultas "Caligrama". Torrelavega. Cantabria.
Jesús Flórez
Catedrático de Farmacología Director, Canal Down21
Asesor científico, Fundación Síndrome de Down de Cantabria.


El mundo de las personas con síndrome de Down ha vivido dos grandes revoluciones en las últimas tres décadas. Por un lado, la revolución médica, gracias a la cual se ha conseguido prolongar su esperanza de vida en cerca de 30 años, alcanzando en la actualidad unas cifras que se acercan a los 60 años en los países desarrollados (Glasson y col., 2003; Flórez y Ruiz, 2006). Por otro lado, la gran revolución educativa que ha producido, entre otros avances, el aumento de las puntuaciones de su Cociente de Inteligencia (C.I.) como grupo en casi 30 puntos en ese mismo periodo de tiempo, pasando de ser diagnosticadas como personas con discapacidad severa o profunda, a considerarse con discapacidad leve o moderada en la mayor parte de los casos.
Ambos progresos están estrechamente vinculados y han tenido una causa clara, que no está relacionada con variaciones en el genotipo del síndrome de Down, como es evidente, ya que las peculiaridades cromosómicas de la trisomía son semejantes en la actualidad a las de hace tres décadas. La revolución médica se ha alimentado de la superación de la creencia, antes generalizada, de que no merecía la pena intervenir sobre los problemas de salud, teniendo en cuenta los graves trastornos que padecían. Este convencimiento, llevaba a especialistas médicos a hacer afirmaciones del estilo "si va a vivir pocos años, ¿para qué le vamos a operar?". Como no se intervenía, por ejemplo, realizando las oportunas operaciones del corazón, ya que alrededor del 50% de las personas con síndrome de Down padecen alteraciones cardiacas congénitas, efectivamente, morían al poco tiempo. Una vez que se intervino, se consiguió la "revolución médica" antes mencionada, sustentada, al tiempo, por la elaboración y seguimiento de los programas de salud específicos para esta población.
En el caso de la educación, el cambio revolucionario ha surgido por efecto de la superación de los denominados "mitos del no" (Flórez, 2003), que simbolizan el pronóstico negativo al que se enfrentaban los padres años atrás, cuando los médicos les vaticinaban que su hijo no sería capaz de vestirse o de comer por sí mismo, o de andar, hablar o leer de manera autónoma, por poner solo algunos ejemplos. Las peculiaridades de la discapacidad intelectual conllevan que las personas con síndrome de Down no puedan adquirir determinados conocimientos o capacidades, a menos que se les enseñen explícitamente. Contenidos y destrezas que otros niños aprenden de forma espontánea, ellos no los adquirirán o lo harán mal, si no son objeto de enseñanza expresa. De ahí que, si no se les enseñaba a leer, no leían, lo que llevaba a confirmar la hipótesis previa de que no eran capaces de leer. En el momento en que se aplicaron programas de atención temprana y de educación, los logros han ido evolucionando de forma exponencial.
Los avances producidos en el estado de salud de las personas con síndrome de Down y el alargamiento de su vida, obligan a la sociedad a proporcionarles atención adecuada durante muchos más años, planteando intervenciones que tengan en cuenta niveles de edad cada más amplios. Del mismo modo, los logros alcanzados en el ámbito de la educación, por ejemplo con la escolarización en entornos ordinarios de los niños con síndrome de Down o el acceso generalizado a la alfabetización presentan, a su vez, nuevos retos para los educadores. Si se ha conseguido alargar su vida, aumentarla en cantidad, es imprescindible ensanchársela, llenarla de contenido para que sea una vida plena de sentido y de calidad. Por otro lado, al ser tan recientes estos logros, no se dispone de tantos datos relativos a la etapa adulta como los que existen sobre niños y adolescentes, en los que los estudios han sido más abundantes, tanto en el ámbito de la salud como en el de la educación. Podemos, no obstante, pergeñar un esbozo de lo que pueden ser las características psicobiológicas y del desarrollo evolutivo de los adultos con síndrome de Down, que nos permitirá comprender mejor sus peculiaridades y, al tiempo, proporcionar una intervención más adaptada a sus necesidades.

CARACTERÍSTICAS FÍSICAS DE LOS ADULTOS Y CUIDADOS DE SALUD

Es evidente que la evolución física de la persona adulta con síndrome de Down influye directamente en su bienestar personal. Un adecuado estado de salud, favorecido por una alimentación equilibrada y por el seguimiento de las pautas de salud recogidas en los protocolos estandarizados, le proporcionará las condiciones óptimas para desarrollar todas sus potencialidades (Cohen, 1999; Canal Down21, 2002). Por el contrario, una salud frágil o propensa a padecer distintos trastornos, le limitará el acceso a una vida de calidad. En este sentido, es necesario establecer un programa de ejercicio físico regular para las personas adultas con síndrome de Down, en forma de deporte o de otra actividad física, adaptados a sus peculiaridades y gustos personales.
Los adultos con síndrome de Down gozan, en general, de buena salud, aunque se produce en ellos, como en todo el mundo, el declive propio del paso de los años. Una vez asentado desde la infancia el hábito de realizar revisiones médicas periódicas, éstas se han de prolongar durante toda la vida. Las exploraciones en general son sencillas y sirven para prevenir la aparición de determinados trastornos y paliar sus efectos. Las revisiones anuales deberían establecerse de forma obligatoria para todos los adultos con síndrome de Down. Los especialistas en medicina interna encargados de llevarlas a cabo han de conocer las características propias de las personas con síndrome de Down, para distinguir las manifestaciones habituales de la trisomía de los síntomas propios de determinados trastornos. Es conveniente también que realicen el seguimiento periódico individualizado de sus pacientes, de forma que diferencien las peculiaridades personales y de su ambiente familiar capaces de explicar los cambios de conducta o de estado de ánimo que pudieran aparecer. En el número anterior de esta revista se puede ver el programa de salud para adultos con síndrome de Down (Riancho y Flórez, 2009).
Es esencial el control de la obesidad. Las personas con síndrome de Down tienen tendencia al sobrepeso, debido a la presencia de un nivel metabólico más bajo en reposo, que hace que consuman menos calorías y que, por tanto, requieran una ingesta calórica menor que las personas de su misma estatura o constitución física. Se ha de intentar conseguir el autocontrol por parte del sujeto, por ejemplo, pesándose de forma periódica o preparando las propias comidas. Los adultos que le rodean deberían implicarse de manera activa para apoyar todas estas medidas (Medlen, 2006).
La salud mental de los adultos con síndrome de Down está siendo objeto de creciente interés (Garvía, 2005, 2006). Urge distinguir lo que son rasgos caracteriológicos inherentes al síndrome de Down de lo que son reacciones provocadas por un mal estado físico (p. ej., dolor), o la reacción a determinados acontecimientos ocurridos en el entorno familiar, laboral o social. El no entender la situación puede ocasionar respuestas consideradas como conductas anómalas que serán tratadas de forma indebida. Por otra parte, pueden surgir trastornos de naturaleza psiquiátrica dentro de lo que se entiende como diagnóstico dual. Se hace preciso realizar un seguimiento continuado neuropsicológico, con el objeto de detectar la posible evolución hacia la enfermedad de Alzheimer.
Se han recalcar, por último, dos peculiaridades propias del síndrome de Down en lo relacionado con el diagnóstico de posibles problemas de salud. En primer lugar, las dificultades para comunicar su malestar, debidas tanto a la limitada capacidad expresiva que acompaña a esta discapacidad intelectual, como a los frecuentes problemas de expresión verbal en las personas con síndrome de Down, pueden producir confusiones en los diagnósticos y mayor dificultad para atinar con ellos. En este sentido, las personas con menor nivel intelectual o más graves problemas de comunicación presentan mayores limitaciones para transmitir sus dolencias, y por tanto, hacen más compleja la realización de un diagnóstico certero. En segundo lugar, la peculiaridad que aparece en el síndrome de Down en lo que respecta a la capacidad para sentir o manifestar el dolor, que suele estar disminuida, de forma que una queja o expresión de malestar puede ser síntoma de una lesión importante, que ha de ser objeto de una rápida revisión médica en cuanto se manifieste (Matrica y col., 2006).

CARACTERÍSTICAS PSICOLÓGICAS DIFERENCIALES DEL ADULTO

La inteligencia
Los estudios sobre inteligencia sitúan al adulto medio en la etapa que Piaget denominó del pensamiento formal-abstracto, que no necesita de la experiencia concreta para elaborar el conocimiento (Piaget, 1999, 2000). El sujeto accede al razonamiento hipotético deductivo, que le permite llegar a conclusiones a partir de hipótesis, sin que sea necesaria la observación concreta ni la manipulación real. El pensamiento formal surge en la adolescencia y se han realizado múltiples investigaciones en esta etapa, pero existen pocas sobre las edades posteriores que faciliten el estudio de la inteligencia adulta. La mayor parte de los estudios realizados hasta la fecha indican escasas diferencias entre el pensamiento formal que aparece entre los 15-20 años y el que se usa a lo largo de la vida (siendo una excepción la tercera edad), lo cual hace pensar en una cierta estabilidad a lo largo de la vida adulta, en cuanto a la adquisición de las estrategias y esquemas característicos del pensamiento formal, en la población general.
En el caso de las personas con síndrome de Down una característica distintiva es, precisamente, que va acompañado de discapacidad intelectual en diferentes grados y con una gran variabilidad entre los distintos sujetos. El nivel de deficiencia o retraso en las personas con síndrome de Down como grupo se mueve en la actualidad en el rango de la discapacidad intelectual leve o moderada, con algunas excepciones por arriba (capacidad intelectual "límite") y por abajo (discapacidad grave o profunda), éstas últimas debidas, en la mayor parte de los casos, a una estimulación ambiental limitada más que a carencias constitucionales, salvo cuando se presentan problemas patológicos añadidos.
Se observa que, al igual que la mayoría de las personas con otras formas de discapacidad intelectual, las puntuaciones globales en las pruebas de inteligencia descienden de manera drástica cuando se acercan a la adolescencia. Esto se debe a que, en esta edad, la población general adquiere el antes mencionado pensamiento formal abstracto, con el cual las personas con síndrome de Down tienen especiales dificultades y que se refleja en los resultados alcanzados en los test de inteligencia estandarizados. De hecho, en los primeros años de vida, al aplicar pruebas de desarrollo a niños estimulados, las puntuaciones obtenidas no varían en exceso respecto a grupos de referencia sin discapacidad. Sin embargo, con el paso del tiempo, el desnivel respecto a la población general se hace cada vez más marcado.
Este efecto origina la idea equivocada de que existe un deterioro gradual en la capacidad mental de las personas con síndrome de Down a medida que su edad aumenta (Pueschel, 2002). Muy al contrario, el desarrollo de la capacidad cognitiva continúa progresando durante la adolescencia y la edad adulta, por lo que es un mito que se produzca un estancamiento de las capacidades mentales. Es imprescindible, por eso, continuar la estimulación educativa a lo largo de la vida, en un proceso inacabable de atención permanente, en el que los padres se han de implicar de forma activa.
Para responder a las demandas de su entorno, las personas con síndrome de Down emplean, en la mayor parte de las ocasiones, el pensamiento concreto, que precisa de la relación directa con los objetos de la realidad para llegar a su conocimiento y asimilación. De ahí que la mayor eficacia en el aprendizaje se consiga con la utilización de la observación, el aprendizaje por medio de modelos, la experiencia directa, la manipulación de objetos o la relación real con diferentes personas en situaciones variadas.
Por otro lado, la diferenciación entre inteligencia fluida y cristalizada permite comprender parte de las disparidades entre la forma de pensar del joven y del adulto (Cattell, 1971). La inteligencia fluida o Gf es el aspecto biológicamente determinado del funcionamiento intelectual que nos permite resolver nuevos problemas y captar nuevas relaciones. Es una potencialidad general innata, presente en cualquier comportamiento, que se consolida hasta los 16 años aproximadamente y que declina con la edad. Tiene que ver con la capacidad para razonar, crear nuevos conceptos, establecer relaciones, inventar y solucionar problemas nuevos.
La inteligencia cristalizada o Gc comprende las habilidades y las estrategias que se adquieren bajo la influencia del medio ambiente cultural. Representa la cristalización de la aptitud fluida mediante su aplicación en el ámbito cotidiano. Depende de la experiencia vital, se solidifica con el paso de los años y puede incrementarse. Tiene que ver con los conocimientos del mundo que aumentan con la experiencia y el aprendizaje, como es el caso del vocabulario. La inteligencia fluida se desarrolla hasta una cierta edad y disminuye su potencialidad con los años; la cristalizada se mantiene e incluso mejora a lo largo de la vida.
Las personas con síndrome de Down parten de un marco genético que limita sus potencialidades intelectuales. Sin embargo poseen, como las demás personas, una capacidad de inteligencia cristalizada que les faculta para aprovechar los recursos de su experiencia para responder de forma más apropiada a las demandas futuras del entorno. La inteligencia cristalizada, fruto de la experiencia cotidiana, les permite adaptarse a nuevas situaciones si se les han proporcionado suficientes oportunidades de poner a prueba sus capacidades y se les han dado estrategias de respuesta ante las demandas de su entorno vital cercano.
La memoria de todos los individuos, en general, sufre también un deterioro progresivo y disminuye con la edad la memoria a corto plazo. La memoria de los adultos con síndrome de Down muestra ciertas peculiaridades que han sido puestas de manifiesto recientemente (McGuire y Chicoine, 2009). Si tenemos en cuenta la ya limitada capacidad de base de la memoria de las personas con síndrome de Down, en especial la memoria a corto plazo de carácter verbal, y la memoria semántica, es fácil deducir que se verán más afectadas por ese deterioro (Flórez, 1999, Devenny, 2005). De ahí la imperiosa necesidad de mantener activa su capacidad de memoria mediante actividades que requieran su aplicación práctica cotidiana y con programas educativos de formación permanente.
La personalidad
En cuanto a la personalidad, ser adulto implica ser responsable de la propia conducta, actuando de manera autónoma y realista. La responsabilidad de las personas adultas con síndrome de Down no puede desarrollarse si no es favorecida por quienes les rodean. Es muy difícil que alguien pueda llegar a un conocimiento realista de las propias posibilidades si no tiene conciencia de su propia identidad (Garvía, 2009) y no se le ha permitido enfrentarse a retos en los que pueda poner a prueba sus capacidades. La responsabilidad se sustenta en la confianza y en la libertad. Confianza que es, por un lado, la de quienes pudiendo evitarles problemas, prefieren proporcionarles herramientas para solucionarlos; y por otro, de la propia persona, en forma de autoconfianza, basada, a su vez, en la superación de las diferentes pruebas que la vida va presentando. La libertad, además, es la capacidad para tomar las propias decisiones y hacerse responsable de ellas. Las personas adultas con síndrome de Down, a medida que pasan los años, van dando muestras de su propia personalidad, mezcla, como en todos los demás, de genética y ambiente, carácter y temperamento. Y esas formas de ser están mostrándose tan variadas como las que se pueden presentar en la población general, una vez que se les ha dado la oportunidad de manifestar sus gustos, sus intereses y sus inclinaciones.
La afectividad
En el aspecto afectivo, se espera de las personas adultas que estén atentas a los sentimientos de aquellos que les rodean, una vez que el paso de los años va proporcionando cierta estabilidad emocional. El campo de las emociones y los afectos, es otro de los terrenos que requiere ser estudiado a fondo en los adultos con síndrome de Down (Ruiz, 2004). Por ejemplo, los efectos del egocentrismo, bien sea natural o alimentado por entornos sobreprotectores, en la vida adulta de las personas con síndrome de Down, pueden ser perjudiciales para su incorporación a ambientes naturales, como el del mundo del trabajo. Las dificultades que con frecuencia presentan para reconocer y empatizar con los sentimientos de los demás, pueden también constituirse en un factor limitador para su inclusión social. En determinados casos, la soledad puede ser una dura realidad, si no se han fomentado determinadas relaciones interpersonales que les permitan contar con amistades reales. La madurez afectiva está directamente relacionada con los factores antes mencionados, de la responsabilidad y la confianza, y se asienta en el desarrollo de una sana autoestima.
Estrechamente relacionado con el ámbito emocional, la sexualidad es un campo que requiere ser abordado directamente en las personas con síndrome de Down y con discapacidades intelectuales semejantes (Amor Pan, 2002). Una vez superados los clásicos mitos que les califican de "niños eternos" o de personas caracterizadas por conductas compulsivas e incontroladas, se está llegando a una visión natural del sexo en estas personas. El camino a la edad adulta pasa por la maduración psicofisiológica y el desarrollo sexual, con los cambios biológicos característicos, el incremento de los niveles hormonales y la aparición gradual de las características sexuales primarias y secundarias, que aumentan el impulso sexual y son comunes a todas las personas. No obstante, las oportunidades de formarse en este tema están reducidas para ellas, entre otras razones por las menores oportunidades de socialización, las dificultades para tomar decisiones, la dependencia para atender a necesidades básicas, la mayor exposición a cuidados por parte de otras personas y la sobreprotección e infantilización con las que son tratadas con frecuencia. Por eso es necesario abordar el tema, comenzando desde la familia, que ha de realizar una reflexión seria sobre los diferentes aspectos que configuran esta realidad, clarificando hasta dónde van a permitir que llegue su hijo o su hija en este terreno. Las personas adultas con síndrome de Down no siempre van a reclamar mayores parcelas de autonomía en el ámbito sexual, pero sí van a mostrar sus necesidades a medida que las vayan sintiendo, por lo que es preciso definir con anterioridad los límites que se pretenden establecer. El marco general del desarrollo socio-afectivo-sexual que alcanzará cada persona adulta va a estar delimitado, como siempre, por las oportunidades que le proporcionen quienes le rodean.
En todo caso, el declive físico que se experimenta en la etapa de la madurez no ha de ir acompañado de forma obligatoria por un declive intelectual, una vez que se han proporcionado los programas de intervención adecuados. No es sencillo precisar en qué medida las dificultades que tradicionalmente han aparecido en adultos con síndrome de Down a partir de determinada edad, se deben a características intrínsecas del síndrome y qué parte de ese deterioro es fruto de la falta de estimulación adecuada. La mayor parte de los niños que han recibido programas de atención temprana en su primera infancia aún no han llegado a esos niveles de edad, por lo que deberemos esperar aún unos años para poder valorar con objetividad el efecto de esos programas en el retardo del declive intelectual y psicológico. De todos modos, la formación permanente, que es recomendable para todos los adultos, es imprescindible para las personas con síndrome de Down, como estrategia para mantener y desarrollar sus capacidades y prevenir el deterioro. Si los objetivos del aprendizaje permanente para cualquier persona son la ciudadanía activa, la realización personal y la integración social, así como aspectos relacionados con el empleo (Comisión Europea, 2001), con más razón deberán ser prioritarios para quienes tienen especiales limitaciones para acceder a esos fines.

ETAPAS EVOLUTIVAS EN LA ADULTEZ

Existe una creencia bastante extendida de que la adultez es una fase estable y anodina de la vida de las personas, en la que apenas se producen cambios. Esa visión está más marcada, si cabe, al pensar en personas con discapacidad intelectual en general y síndrome de Down en particular, al suponer que sus limitaciones cognitivas determinan aún de forma más intensa su desarrollo personal, por lo que discurren por la etapa adulta de forma monótona y lineal, sin apenas modificaciones. Nada más lejos de la realidad.
La adultez pasa por una serie de etapas que, con mayor o menor claridad, aparecen en la mayor parte de las personas con síndrome de Down. Es evidente que los márgenes de tiempo no son, estrictamente hablando, los que aquí se recogen, pero pueden servir de referencia, siendo conscientes de que varían entre unas personas y otras.
Adultez temprana
Abarcaría de los 18 a los 30 años aproximadamente. En el caso de las personas con síndrome de Down se ha de tener en cuenta que su proceso de desarrollo es más lento y que las etapas evolutivas propias del desarrollo normal se presentan habitualmente más tarde y en ocasiones, de forma diferente que en personas sin discapacidad, tanto en lo que respecta al ámbito motor como al cognitivo. Por ejemplo, en la infancia, hay retraso en la consecución de los hitos de desarrollo fundamentales, como la sedestación, la reptación, el gateo, la bipedestación y la marcha, aunque con valores de dispersión muy amplios y grandes diferencias entre unos y otros niños (Candel, 2003; Buckley, 2005). Lo mismo ocurre con la adquisición del lenguaje o con las fases propias del desarrollo cognitivo, como es el caso del pensamiento formal abstracto, que se presentan más tarde y, en muchos casos, con importantes carencias. Es evidente que esa lentitud en el desarrollo hace que el nivel alcanzado a los 18 años no se pueda equiparar al de las personas sin discapacidad, aunque se considere esta edad como el comienzo de la adultez, tanto por razones legales como madurativas. Claramente, la edad mental no se corresponde con la cronológica.
En este sentido se ha de remarcar la importancia que tienen los componentes socio-emocionales, por su valor esencial en la madurez personal. Con frecuencia, los jóvenes con síndrome de Down de 18 años no tienen un grado de maduración semejante al de otros jóvenes de su edad, y ello es debido, por un lado, a factores de carácter biológico, derivados de la trisomía y, por otro, a factores ambientales. La carencia de determinadas habilidades sociales propias de un joven adulto o de un grado adecuado de autonomía personal para su desenvolvimiento en la vida cotidiana se relaciona, con frecuencia, con la falta de oportunidades para desarrollar esas capacidades. Del mismo modo, el desarrollo emocional se produce por el afrontamiento a situaciones en que se ponen a prueba las propias capacidades en este terreno. Si, por ejemplo, el joven no ha tenido la oportunidad de vivir experiencias frustrantes o de enfrentarse a retos en los que poder conocer y controlar sus emociones, difícilmente podrá alcanzar una madurez integral. Es fundamental permitirles que asuman responsabilidades para que el desarrollo afectivo vaya parejo al físico-biológico y al cognitivo.
En todo caso, para promover ese desarrollo, es recomendable que el proceso educativo de las personas con síndrome de Down no se detenga cuando alcanzan los 18 años, sino que se prolongue, al menos, hasta los 21 y, siempre que sea posible, a lo largo de toda la vida en un proceso interminable de formación permanente, como ya se ha mencionado. En general, tampoco suelen tener un grado de maduración adecuado para desempeñar un puesto de trabajo en el momento en que legalmente se adquiere la mayoría de edad, sino que es más apropiado que se adentren en el mundo laboral a partir de los 20 años o más adelante, cuando se haya producido una más completa maduración física y psicológica.
Respecto a la adultez de las personas con síndrome de Down, se ha de reflexionar también sobre lo que significa ser adulto. Si un adulto sin discapacidad, en esa fase de adultez temprana, puede marcarse una serie de metas, relacionadas con la materialización de sus sueños de juventud, esa posibilidad de proyectar y hacer realidad los propios proyectos está limitada para quienes tienen síndrome de Down. Lo habitual es que cualquier joven adulto sin discapacidad, en esos años, luche por conseguir un lugar en la sociedad, como ciudadano de pleno derecho, seleccione un profesión para enfocar su vida, funde una familia y poco a poco, vaya definiendo su propia personalidad, basada en una ideología propia y una visión cada vez más objetiva y realista de él mismo y de sus posibilidades.
Los jóvenes adultos con síndrome de Down han de comenzar por conocerse a ellos mismos, siendo conscientes de sus potencialidades y de sus limitaciones. Y ello conlleva, en primer lugar, conocer y aceptar su síndrome de Down, con lo que eso supone (Flórez, 2007). Esa condición limitará, sin duda, sus posibilidades de actuación futura, que no podrán ser equivalentes a las otras personas sin discapacidad, como es el caso de sus hermanos. Ayudarles a hacerse conscientes de esa realidad les permitirá comprender con mayor claridad las circunstancias particulares de su vida y los límites de sus posibilidades. Por ejemplo, les permitirá comprender la razón por la que sus hermanos abandonan el hogar familiar y forman su propia familia, algo que, en su caso, no será posible en muchas ocasiones.
En lo relativo al mundo laboral, la incorporación a un puesto de trabajo, es un objetivo válido para muchos adultos con síndrome de Down. Existen muy diversas formas laborales para personas con síndrome de Down y con discapacidad intelectual, que abarcan desde los centros ocupacionales hasta los centros especiales de empleo, que llevan muchos años de tradición y están ya asentados en nuestro país. Sin embargo, en la búsqueda del mayor grado posible de inclusión, la integración laboral en la modalidad de Empleo con apoyo parte del principio de que las personas con síndrome de Down pueden realizar trabajos en empresas ordinarias y recibir la remuneración que corresponde a su puesto de trabajo, si se les presta un apoyo especializado por parte de formadores o preparadores laborales (FEISD, 2005). El empleo en la empresa ordinaria, con los apoyos y adaptaciones precisos, se configura como el punto de referencia básico desde el cual se puede partir hacia otras modalidades laborales más inclusivas, como el empleo autónomo y el empleo normalizado, según la persona y el entorno productivo (Jordán de Urríes, 2003).
La consecución de un empleo, especialmente si es remunerado, permitirá al joven adulto con síndrome de Down plantearse la posibilidad de conseguir una vida relativamente independiente, libre de la influencia de sus padres o tutores. En este sentido, precisamente los padres tienen en su mano la posibilidad de proporcionar al joven las oportunidades precisas para que logre el mayor grado posible de independencia, bien dentro del marco de la familia o fuera de él. Facilitarle que asuma responsabilidades en el entorno familiar, adecuadas a sus posibilidades y a su capacidad, promover su autonomía en el mayor número posible de ámbitos o favorecer su independencia, permitiéndole que tome decisiones, han de ser principios de funcionamiento ineludibles si en verdad se cree en su derecho a responsabilizarse de su vida. Exigirles una actitud seria y responsable en el trabajo, en el que se les demanda un comportamiento propio de un adulto, al tiempo que en la vida cotidiana se les trata como a niños, por ejemplo, organizando su tiempo de ocio, acompañándoles a todos los sitios o limitándoles el acceso al dinero que han ganado es, cuanto menos, una postura contradictoria, que no puede llevar más que a la confusión del joven con síndrome de Down.
El hecho de independizarse o de fundar una familia pueden ser aspiraciones válidas del adulto con síndrome de Down y de nuevo nos encontramos con las limitaciones que impone la trisomía. Probablemente, no todos los adultos con síndrome de Down estén capacitados para asumir las responsabilidades que conlleva la vida independiente, libre de la influencia de otras personas. Y entre los que tengan esa capacidad, muchos no se plantearán esa eventualidad como objetivo de su vida y no mostrarán su deseo de independizarse. No obstante, aunque en la actualidad son escasas las experiencias de vida en pareja y de vida independiente, no se pueden obviar esas posibilidades. En ese terreno, las tentativas con pisos tutelados o de vida independiente que se están llevando a cabo en diferentes lugares abren enormes horizontes prácticos (Illán y Esteban, 2003; Canals, 2003; Illán, 2005; Cabezas y González, 2007; González, 2008).
Adultez intermedia
Podríamos establecer sus límites entre los 30 y los 45 años de edad. En comparación con las personas sin discapacidad, esta etapa tiene unas peculiaridades propias cuando hablamos de personas con síndrome de Down. Si otro adulto en esta fase se dedica a criar y educar a sus hijos, a mantener la competencia en el terreno profesional y laboral en el que se había asentado y a proyectarse hacia el mundo exterior, asumiendo responsabilidades en distintos campos, por ejemplo, económicos o comunitarios, las personas con síndrome de Down, de nuevo, se encuentran con limitaciones importantes para desarrollar un proyecto de vida personal en estos aspectos.
En la actualidad, y salvo raras excepciones, la rutina diaria de un adulto con síndrome de Down en este periodo de edad se desarrolla en el entorno familiar en el que había vivido hasta entonces, junto con sus padres o alguno de sus hermanos. Tras los posibles brotes de rebeldía o manifestaciones de descontento que se pudieron presentar en la fase anterior, por tener síndrome de Down o por el agravio comparativo que suponen sus posibilidades más limitadas respecto a otras personas, lo más habitual es que en esta etapa se haya llegado a un estado de aceptación natural de su condición y a una cierta tranquilidad. De hecho, como conjunto, los adultos con síndrome de Down muestran mejores habilidades funcionales y menos conductas asociales graves que los adultos con otros tipos de discapacidad (Esbensen y col., 2008).
Se dan también los progresivos cambios físicos propios de la edad, con una pérdida de habilidades cada vez más marcada y que conlleva la necesaria aceptación de esos cambios y la adaptación a ellos. Algunas habilidades, capacidades y destrezas decrecen, pero son suplidas, con frecuencia, por la experiencia y la madurez, y en muchos casos, compensadas por las rutinas diarias a las que la persona se va acostumbrando. En este aspecto, es fundamental la actuación de las personas cercanas, que han de ayudar a la persona con síndrome de Down a aceptar esos cambios inevitables. Hay una clara conexión entre la presencia de unas relaciones familiares adecuadas y un mejor estado de salud, unas habilidades de cuidado personal más apropiadas y una reducción de los problemas de conducta. Además, las buenas relaciones familiares promueven más conexiones sociales y, por tanto, favorecen la independencia y la movilidad.
Los que han accedido a un empleo, bien sea protegido, bien en empresa ordinaria, durante esta fase suelen asentar su vida alrededor de su horario de trabajo y de sus responsabilidades laborales. Es recomendable, no obstante, que completen su jornada con actividades de ocio o formativas, culturales o deportivas por ejemplo, de forma que su mundo no gire en exclusiva alrededor del trabajo y tengan otros ámbitos de relación y de formación más allá del horario laboral. Es absolutamente indispensable que participen dentro de una red de amistades sólidamente asentada, dentro de la cual desarrollen todas las posibilidades de comunicación y relación que les mantengan vinculados y abiertos. Respecto a la familia, en muchos casos, estos trabajadores alcanzan un grado más que aceptable de autonomía en la vida cotidiana, lo que permite que, en general, puedan llevar a cabo la mayor parte de las rutinas del día a día sin necesidad de depender de nadie, e incluso asumir algunas responsabilidades en el entorno del hogar.
Este período puede caracterizarse, en general, por una relativa estabilidad, salvo por las posibles crisis producidas por determinados acontecimientos vitales, como los problemas de salud o las variaciones en las circunstancias familiares. Es el caso de los cambios en la estructura de la familia, por la partida de los hermanos o por la falta de alguno de los progenitores que, en los casos en que el adulto con síndrome de Down es el menor de los hermanos, suelen tener una edad avanzada. Es preciso, en estos casos, apoyar al adulto con síndrome de Down y ayudarle a sobrellevar y a adaptarse a las modificaciones producidas en su entorno, previniendo la aparición de posibles cuadros depresivos (McGuire y Chicoine, 2006).
Por otro lado, esta etapa intermedia en la vida de las personas con síndrome de Down puede constituirse, si se dan los factores apropiados, en una fase rica y profunda de su vida. Es un momento totalmente propicio para iniciar o proseguir proyectos vitales, ya que está demostrada su capacidad para aprender a lo largo de toda la vida y las facultades, aunque van decayendo, siguen siendo funcionales. Además, se ha de añadir la experiencia y la madurez adquiridas a partir de las vivencias personales, que pueden hacer que los aprendizajes que se adquieran tengan un mayor valor práctico.
Adultez tardía
Podríamos definir esta etapa como la comprendida de los 45 años en adelante. Marca un momento crítico, por la aparición de complicaciones relacionadas con la salud, el funcionamiento y la capacidad cognitiva. Además del deterioro propio de la evolución normal por el paso de los años, se pueden dar problemas de envejecimiento prematuro. En todos los casos, la conducta puede ser un indicador que ha de entenderse como una forma de comunicación (Chicoine y McGuire, 2008). La persona con síndrome de Down puede, en esta fase, replegarse en sí misma, en una especie de interiorización. Se produce el declive en la fuerza, las habilidades y las destrezas físicas, que pueden, a su vez, limitar sus posibilidades de actuación y favorecer la tendencia a la inacción.
Es recomendable establecer rutinas de apoyo, con un programa diario de actividades adaptado a las peculiaridades de cada individuo. Se debe actuar con flexibilidad y presentar opciones de elección, para que pueda escoger aquellas que prefiera. Se ha de continuar con el ejercicio físico regular, en este caso más liviano, y buscar oportunidades de realizar actividades junto con otras personas. En resumen, es imprescindible seguir aceptando a la persona como es y continuar escuchando, tanto sus palabras como su conducta, para saber dar respuesta a sus necesidades a medida que vayan surgiendo.
En el ámbito de la salud, a partir de los 50 años es cuando con mayor frecuencia aparecen los síntomas propios de la enfermedad de Alzheimer. El deterioro de la memoria, la pérdida de habilidades antes dominadas o el retraimiento, la apatía y otros cambios psicológicos o de la personalidad, pueden ser las primeras manifestaciones de su presencia. En este caso es imprescindible descartar otras causas de desmejora intelectual que puedan confundirse con esta enfermedad y que son susceptibles de ser tratadas, como el hipotiroidismo, la apnea obstructiva del sueño, la depresión o la pérdida de audición.
No obstante, aunque las primeras investigaciones apuntaban hacia el alto riesgo de aparición de la enfermedad de Alzheimer en adultos con síndrome de Down en estas edades, los estudios más recientes (Esbensen y col., 2008) confirman que el riesgo es menor del que se pensaba inicialmente. Por ejemplo, la prevalencia de demencia se estima que es del 20% a partir de los 40 años y del 45% pasados los 55 años. Se ha de tener en cuenta, sin embargo, que los estudios que aportan estos datos, se refieren a adultos nacidos en las décadas de los 50 ó de los 60 del pasado siglo, muchos de ellos recluidos en instituciones.
La mayor parte de estos adultos no dispusieron de un programa de salud que pudieran seguir desde su infancia; ni tuvieron la oportunidad de recibir estimulación temprana; ni pudieron contar con programas educativos específicos, por ejemplo, de lectura y escritura, que les dieran acceso a la cultura; ni dispusieron de las oportunidades de integración social o laboral con las que cuentan muchos de los adultos actuales. La influencia de todos estos factores en el retardo en la aparición de la demencia tipo Alzheimer o en la prevención del declive de la conducta adaptativa y de las habilidades cognitivas, solamente podrá ser estudiada en el futuro, cuando lleguen a esos márgenes de edad los que ahora son jóvenes y han disfrutado de esas posibilidades.

CRISIS EVOLUTIVAS

La adultez de las personas con síndrome de Down no es una época uniforme y lineal. De la misma forma que las demás personas presentan fases de crisis, como la que aparece en torno a los 40 años, en la que se replantean y realizan una evaluación profunda de su vida, entre ellas pueden surgir etapas de crisis, a partir de las cuales se producirá o bien un afianzamiento o una modificación profunda del curso vital.
Con una visión comparativa, es posible que la anteriormente mencionada crisis de los 40 no se produzca en personas con síndrome de Down, en especial cuando no se dan los factores esenciales para que aparezca: cuando no se cuenta con un proyecto de vida claro, cuando no existe una fase de logro que haya que revisar, cuando no se ha impulsado, en su momento, un plan futuro sobre el que trabajar. Es decir, que para que se produzca el proceso de evaluación vital propia de esta crisis, sería preciso contar con un proyecto de vida bien definido sobre el que replantear el abordaje de la propia realidad.
No obstante, sí pueden aparecer momentos de crisis, característicos de cambios radicales en la propia vida que obliguen a realizar una revisión profunda de la misma y a redirigir el camino tomado. Suelen coincidir con momentos de transición y transformación de las circunstancias personales en relación con el entorno, como la finalización de la escolaridad y el regreso al domicilio; los cambios producidos en la familia, por ejemplo, por la partida de los hermanos que pasan a vivir su propia vida o la falta de alguno de los padres o de ambos; el logro o la pérdida de un puesto de trabajo o el acceso a una vida independiente o de pareja. Cada una de esas crisis ha de ser objeto de especial atención.
Al finalizar la escolaridad, bien sea en centros ordinarios o de educación especial, el joven adulto con síndrome de Down volverá a quedarse muchas horas en su domicilio, si no se le presentan opciones adecuadas de formación permanente (Ruiz, 2006; Simons, 2008). Existen modalidades muy variadas, que van desde los programas de enfoque prelaboral, como los de Formación Profesional, hasta programas de transición a la vida adulta, talleres, academias, cursos y centros de educación de personas adultas, muchos de las cuales pueden dar respuesta a esas necesidades formativas de los adultos con síndrome de Down. En este sentido han venido siendo muy útiles las ofertas de Programas de Garantía Social en la modalidad para alumnos con necesidades educativas especiales, que durante los últimos años se han desarrollado en nuestro país. En la actualidad y a raíz de la actual Ley Orgánica de Educación, han sido sustituidos por Programas de Cualificación Profesional Inicial (PCPI), que son una buena opción para personas con síndrome de Down y discapacidades intelectuales semejantes. El desarrollo de estos o similares programas en régimen universitario adaptado aparece como una oferta de gran interés (Izuzquiza y Ruiz, 2005; Flórez, 2008).
Si al terminar los años de escolaridad ha de regresar al domicilio por carecer de alternativas formativas o laborales, es preciso realizar un programa de intervención personalizado que mantenga al joven con síndrome de Down ocupado cada día. Es recomendable realizar una planificación previa que haya anticipado, ya en etapas anteriores de su vida, la conveniencia de dominar determinadas habilidades para la transición a la vida adulta. Si no se han trabajado con anterioridad, esas habilidades deberán ser objeto de entrenamiento a partir de ese momento. Además de las habilidades laborales, es conveniente que domine determinadas habilidades domésticas como la utilización de electrodomésticos, la preparación de comidas o las tareas de limpieza; habilidades para la comunidad, como el uso de los transportes públicos, el teléfono o el dinero y las compras; y habilidades sociales y personales, como los saludos, el aseo personal y la apariencia adecuada o las normas de cortesía.
En el domicilio, debería plantearse como objetivo fundamental que el joven adulto con síndrome de Down se responsabilizase de su autocuidado personal, de forma que nadie tuviera que estar pendiente de aspectos relacionados con su comida, su vestido o su aseo. Podría también asumir obligaciones diversas en el marco familiar, como la realización de recados, labores de limpieza o cocina, mantenimiento de la casa o cuidado de personas, animales o plantas, por barajar algunas posibilidades. El establecimiento de rutinas diarias es muy beneficioso, pues le permite controlar más fácilmente su vida, haciéndola previsible. De hecho, la experiencia demuestra que, en general, se muestran responsables y dignos de confianza en la realización de tareas domésticas o laborales. Sería muy recomendable, por último, que participase en actividades de ocio, culturales o deportivas, que al tiempo que promueven su autonomía le permiten enriquecer su vida, relacionarse con otras personas, participar en el entorno social y sentirse útil y valorado.
Ciertamente, el logro del mayor grado posible de independencia pasa por un planteamiento global en el que se considere a la persona con síndrome de Down responsable de su propia vida, lo que supone tener en cuenta en todo momento su opinión a la hora de organizar su tiempo y sus actividades.
El logro o la pérdida de un puesto de trabajo son otros momentos de cambio que pueden afectar a la persona adulta con síndrome de Down. Las formas en que puede incorporarse a un puesto laboral son muy variadas, como ya se ha mencionado. En todos los casos, se producirá un proceso de adaptación al mismo, que conllevará una fase de crisis en tanto se produce la acomodación a las nuevas circunstancias. El nuevo puesto de trabajo vendrá acompañado de nuevas rutinas en la vida diaria, que pueden afectar, por ejemplo, a los horarios de sueño y de comidas, a los traslados al puesto de trabajo, a su tiempo libre y a sus interacciones sociales dentro y fuera de la familia. Si la familia ha realizado un trabajo sistemático en favor del mayor grado posible de autonomía desde la infancia y durante la adolescencia, la adaptación será más sencilla. En el otro extremo, si alcanza un puesto de trabajo remunerado, la posibilidad de que ese puesto se pierda estará siempre latente, lo que obliga a tener previstas medidas de intervención por si esa circunstancia se produce, para ayudar al trabajador a asimilar la nueva situación.
Los cambios producidos en la familia, por ejemplo, por la partida de los hermanos que pasan a vivir su propia vida o la falta de alguno de los padres o de ambos, afectan necesariamente al adulto con síndrome de Down. Respecto a los hermanos, puede mostrar su extrañeza al percibir que se van del domicilio familiar, a vivir la propia vida, cuando a él se le limita el acceso a una forma de vida independiente. Y con mayor razón cuando sus hermanos son, en muchos casos, menores que él. Es necesario realizar una reflexión conjunta para hacerle consciente de sus circunstancias, de sus posibilidades y de sus limitaciones, de forma que perciba, comprenda y acepte las diferencias con sus hermanos.
La ausencia de alguno de los padres puede también producir una crisis importante a partir de determinada edad. Hasta hace relativamente pocos años, los hijos con síndrome de Down no sobrevivían a sus padres, pero los avances de la medicina han producido este efecto indirecto y con frecuencia son testigos del fallecimiento de alguno o de ambos progenitores. La mayor parte de las veces la madre es la persona que más horas le ha dedicado y con quien más tiempo ha convivido a lo largo de los años, por lo que si se produce su pérdida, se verá afectado de forma más profunda. La intervención se ha de dirigir a ayudarle a aceptar la realidad de la pérdida y a adaptarse a la nueva existencia sin el ser querido (FEAPS Madrid, 2001; Clark, 2008). Es preciso abordar los sentimientos que surjan, identificándolos, explicándolos y comprendiéndolos, para poder aceptarlos y encontrar cauces para su canalización e integración. Y apoyar a la persona para que dirija sus energías hacia nuevas relaciones. Se ha de tener en cuenta que los adultos con discapacidad intelectual suelen experimentar un duelo atípico y prolongado, por lo que precisarán de un apoyo más continuado, con un seguimiento que se puede extender, incluso, a meses o años tras la desaparición de su ser querido. La ausencia de ambos padres, por otro lado, puede obligar también a realizar una intensa reorganización familiar, ya que el adulto con síndrome de Down, en muchos casos, deberá cambiar de domicilio y de rutinas diarias, habitualmente en casa de alguno de sus hermanos.
El acceso a una vida independiente, aunque en la actualidad solo se produce en casos excepcionales, es previsible que, con los años, se presente con mayor frecuencia cada vez. Las opciones de vida independiente son múltiples (Simons, 2008): por medio de una vivienda privada propia, una vivienda gestionada por una institución, una vivienda compartida, una casa de adopción, una vivienda en familia o bajo la supervisión de una familia. La vida en pareja es aún más inusual, pues son contados los casos, dentro y fuera de nuestro país, en que se ha producido el emparejamiento o el matrimonio entre personas con síndrome de Down o discapacidades intelectuales de nivel semejante. Ambas posibilidades pueden ser contempladas por los padres de los jóvenes y los adultos con síndrome de Down, valorando los cambios que suponen y las medidas de apoyo que precisan.
Se ha de ser prudente, no obstante, a la hora de plantear la vida independiente o en pareja como un objetivo generalizable para todos los adultos con síndrome de Down. Incluso la incorporación al mundo del empleo en empresas ordinarias no podrá establecerse como meta para muchos de ellos. Teniendo en cuenta el denominado principio de Dennis (McGuire, 2006; Canal Down21, 2007), es preciso reflexionar sobre el posible peligro de incorporar a jóvenes con síndrome de Down a entornos laborales y de independencia cada vez más exigentes, por deseo o inquietud de quienes les rodean, sin que ellos estén preparados e incluso sin que lo demanden expresamente. No está bien estudiado aún de qué manera puede afectar la etapa de transición a la vida adulta y la planificación del futuro en jóvenes adultos con síndrome de Down, en lo que respecta a posibles problemas de salud mental, como son la depresión y la ansiedad (Rasmussen y col., 2009) cuando no hay una planificación previa respecto al impacto que pueden ejercer estos cambios en su calidad de vida global.
En todas estas situaciones de crisis la familia tiene un papel esencial que representar. El marco de autonomía y de libertad en el que permitan que se desenvuelva la persona con síndrome de Down a lo largo de los primeros años de su vida determinará la riqueza de ésta en la etapa adulta. Por otro lado, no se han de considerar todas estas crisis como momentos dolorosos o negativos, sino en su perspectiva amplia, como cambios en la vida de la persona, a los que necesariamente se ha de adaptar y que suponen un avance en su curso vital, si son asimiladas de forma apropiada en dirección al crecimiento personal y al desarrollo individual.
En conclusión, la adultez de las personas con síndrome de Down ha de ser considerada un periodo rico, variado, crítico y lleno de vida y por tanto, con múltiples posibilidades. Las personas con síndrome de Down pueden ver enriquecida su experiencia vital si se les permite probar en diferentes situaciones y desarrollar un proyecto de vida semejante al de cualquier otra persona, siempre teniendo en cuenta sus posibilidades individuales y sus deseos personales.

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