miércoles, 9 de febrero de 2011

El triple drama de ser palestino, refugiado y discapacitado



Fuente: http://periodismohumano.com/en-conflicto/el-triple-drama-de-ser-palestino-refugiado-y-discapacitado.html

 

En medio del campo de refugiados de Amari, en Ramala, Cisjordania, se encuentra el primer centro de atención a personas con discapacidades físicas, mentales y sensorialesen los territorios ocupados.

09.02.2011 · Carmen Rengel · (Ramala, Cisjordania)
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Un grupo de discapacitados físicos y psíquicos, durante unos talleres en el campo de Amari.
Un grupo de discapacitados físicos y psíquicos, durante unos talleres en el campo de Amari.
Campo de refugiados de Amari, Ramala, Cisjordania. Un poblado de calles estrechas, sin asfaltar, con viviendas frágiles levantadas donde hace 60 años hubo tiendas de campaña. Un laberinto para el extranjero. Ali muestra el camino. Lo hace agachando la cabeza, la mirada al suelo, una sonrisa apuntada en los labios, siempre unos pasos por delante. No dice una palabra más allá del al salaam ´a alaykum que susurra como saludo. Llegamos gracias a él a la Sociedad Palestina para el Cuidado y el Desarrollo. Ali asume el agradecimiento alzando la barbilla y se marcha con urgencia. Un chico tímido, parece. Pero la impresión engaña: es un adolescente activo, un poco revoltoso en ocasiones, enamorado del fútbol, cumplidor, al que los responsables del centro le mandan pequeños recados que le hagan sentirse útil. Ali es un paciente, es un chico que raya el autismo, aunque nadie, nunca, ha diagnosticado su enfermedad. Es uno más de los casi 250 discapacitados físicos, mentales y sensoriales que cada día son atendidos en este centro, el primero de sus características en los territorios ocupados. Un oasis en el que, pese a las carencias infinitas, se pelea por dar sentido a la vida de personas triplemente sometidas: por palestinos, por refugiados, por discapacitados.
Sillas de ruedas en una de las salas del centro de Amari.
Sillas de ruedas en una de las salas del centro de Amari.
Mirtha Anati, directora del centro, toma el relevo como cicerone. Alta, risueña, expresiva con su español cubano, es quien relata el drama de Ali, quien explica la titánica tarea de sacar el local adelante. Su historia arranca en 1998 cuando un grupo de vecinos de Amari (8.500 refugiados) decidió crear un rincón en el que tratar a los discapacitados. Empezaron en una habitación prestada en un centro de mujeres, hasta llegar al edificio de tres plantas, humildísimas pero amplias, que les sirve de sede desde hace cuatro años. “Era necesario, porque no había ningún centro así en la zona y porque teníamos que sacar a estas personas de sus casas, aunque sea una mañana, porque muchos están escondidos y completamente descuidados, como parte de los discapacitados de todo el mundo. Olvidados y relegados”, relata. Fueron casa a casa para hacer un primer censo, batallando con los recelos de algunos familiares. “La discapacidad era para muchos una humillación y un castigo”, insiste. Encontraron de todo: personas heridas en ataques israelíes, con mutilaciones por accidentes mal asistidos, con polio, con parálisis o congestiones debidas a la falta de tratamiento médico, ancianos con movilidad reducida, encamados, chicos ciegos o sordos por genética, por metralla. En el grupo estaba Ahmed, parapléjico tras recibir un disparo por la espalda en un control israelí (es además sordo de un oído y no escuchó el alto del soldado), que sólo quiere tomar el sol en el patio del centro; Annia, con un leve retraso mental, que ha descubierto en los talleres del centro su buena mano para el punto de cruz; Eyad, mudo de nacimiento y, ahora, alfarero ocasional; Saed, voluntario en la administración del centro, un cristalero que se cortó trabajando y que no tiene quién le reconstruya los nervios del brazo y le devuelva sus manos, su herramienta de trabajo; o Faruk, un anciano sin familia, con alzheimer y completamente dependiente. La ONU calcula que entre un 4 y un 5% de la población total de los Territorios Ocupados padece algún tipo de discapacidad.
Un grupo de niños discapacitados, junto a sus monitores.
Un grupo de niños discapacitados, junto a sus monitores.
El centro les proporciona toda la actividad, el cuidado y el entretenimiento que puede. Tienen un aula de educación especial dedicada a trabajos manuales, talleres para jóvenes con leve retraso mental para que aprendan oficios (mecánica, electricidad, costura, cocina…), y salas de estar para “sacar al menos del encierro de sus casas a estas personas”, explica Mirtha. Pequeños pasos, como la ampliación del patio para que los discapacitados puedan estar al aire libre, se suman a los grandes logros, como la apertura de la primera sala de fisioterapia de un campo de refugiados. “Es uno de los servicios más demandados, porque tenemos a una profesional que nos presta gratis sus manos. Sin embargo, sólo atiende a niños y mujeres, no a los hombres, así que aún el servicio está incompleto”, lamenta la directora. Las limitaciones de la religión y la tradición, que se cuelan incluso en una población tan pragmática como la palestina. Ahora han comenzado con una campaña para proteger aún más a los discapacitados y ancianos con la firma de un seguro médico especial; son 300 las personas potencialmente beneficiarias de este servicio, que les garantiza asistencia sanitaria, ayuda para pasar un tribunal médico o incluso tratamientos más especializados en centros psiquiátricos. Pero las limitaciones del campo, desde el analfabetismo a la desconfianza, pasando por la ignorancia, el miedo y el desencanto, han hecho que a día de hoy sólo 15 personas hayan presentado la documentación necesaria para firmar el seguro: una foto de carné, una fotocopia de la tarjeta de identidad. Nada más. “Estamos hasta llevando fotógrafos a las casas para acelerar el proceso… Y todo, de nuestro bolsillo”, lamenta Mirtha.
AP Photo
El problema de este centro es que su carácter pionero les ha llevado a asumir en los últimos años nuevas tareas que poco tienen que ver con la discapacidad: da clases de inglés y francés para niños y mayores; ha abierto una consulta de medicina general que atiende a pacientes dos veces por semana; ha habilitado una sala para dar clases de peluquería y cosmética a las jóvenes del campo (varias de ellas han montado ya un negocio propio); cuenta con varias habitaciones, a modo de hostal para voluntarios de ONG, con el que logran algunos fondos; imparte con clases especiales de refuerzo escolar (la saturación en los colegios, con 45 niños por aula, impide ayudar a los que aprenden más lentamente) y logopedas que ayudan en problemas del habla y el entendimiento; de forma periódica, da cursillos de diseño gráfico e internet; tiene un área especial de voluntarios que ayudan a los huérfamos del campo; ha montado una clínica dental a precios mínimos con los que cubrir el salario de la estomatóloga y sus materiales y se ha creado un grupo de asesoramiento para embarazadas, que aborda desde las prácticas saludables en la gestación (alimentos, trabajo, higiene…) hasta la atención posterior del bebé, poniendo especial énfasis en los embarazos de adolescentes, para los que se han creado campañas específicas. “Cuesta una barbaridad sacarlas de casa y que vengan a hablar de sus cosas, de su sexualidad, sus necesidades, sus cambios”, asume Mirtha.
Saed Sarrog, voluntario; Mirtha Anati, directora del centro, y Siham Abbas, profesora.
Saed Sarrog, voluntario; Mirtha Anati, directora del centro, y Siham Abbas, profesora.
La mujer. Ahí es donde verdaderamente está la nueva meta de este centro vivo, corazón de la comunidad solidaria del campo. Ellas son su nuevo objetivo preferente. Y de entre todas sus necesidades, carencias y retos, el de la violencia doméstica es el prioritario. Comenzaron impartiendo charlas semanales con mensajes tan sencillos como claros: “No seas sumisa. No te dejes violentar. Defiende tu integridad. No soportes los golpes”, rezaban los carteles. Aquello no era suficiente. ¿Cada vez hay más casos? “No, pero se destapan más”, contesta la directora. Según el Instituto Central Palestino de Estadística, el 61,7% de las mujeres de los Territorios Palestinos, casadas, experimentan violencia psicológica al menos una vez al año. El 23,3% sufrió violencia corporal y el 10,9%, violencia sexual. Imposible que las ONG y la ANP se pongan de acuerdo sobre el número de muertes anuales: de cero a 40, hay estadísticas donde elegir. No salen a la luz, como tampoco los casos de suicidios de mujeres que se quitan la vida cansadas de aguantar este sufrimiento. “Las suicidan, se dice por la calle. Todo el mundo sabe qué pasó, pero nadie actúa”. Precisamente en este mes de enero el Consejo de Ministros palestino ha aprobado una estrategia nacional de lucha contra la violencia machista, pero con eso no es suficiente. Lo que está intentando el equipo de Mirtha es crear una “red de conciencia” que haga cómplices a médicos, policías, vecinos y familiares para detectar cuanto antes los casos de maltrato. El trabajo preventivo es lo que falla, reconoce. Y la transparencia, incompatible con las vecinas que señalan con el dedo si vas a un centro de mujeres, las presiones patriarcales de la familia, la pobreza. “Educación y prevención, en eso trabajamos nosotros. Es la clave”, insiste. La misma medicina para el mismo problema en todo el mundo.
Hasta ahora, reconoce, la única baza con la que cuentan contra el maltrato es el castigo moral que la comunidad aplica al maltratador si no cumple los pasos marcados por el Islam para poder “amonestar” a la mujer: primero se habla con ella de las desavenencias o problemas que haya en casa o de las cosas que el marido cree que hace mal, luego se habla con la familia para hacerla “entrar en razón”, si no surte efecto se la castiga con tres días sin sexo y por último, si nada de lo anterior la hace cambiar de actitud, se le puede pegar. Mirtha no defiende en absoluto la violencia, pero intenta explicar que, antes que el maltrato, se antepone el diálogo en su comunidad. “Y eso hace que tengamos menores porcentajes de violencia que en el mundo occidentalizado”, abunda. En sus encuentros intentan convencer también a los hombres de que “con un debate franco entre la pareja” todo se puede resolver sin golpes.   
La piscina de rehabilitación, abandonada por falta de agua caliente.
La piscina de rehabilitación, abandonada por falta de agua caliente.
Todo eso lo hacen en Amari con una financiación mínima: llega ayuda de la Misión Papal de Jerusalén, del Consulado de Francia y de los voluntarios que llegan de la propia Cisjordania. La Autoridad Nacional Palestina, denuncia Ahmed Tomaleih, el administrador del centro, no aporta dinero al proyecto, porque entiende que al estar en un campo de refugiados es competencia exclusiva de la ONU. Sin embargo, la UNRWA “ha decidido desde hace dos años financiar tan sólo los proyectos exclusivamente dedicados a salud y educación“, denuncian, una queja a la que no han respondido desde la portavocía de organismo. Como el centro ofrece una mezcolanza de servicios, no cuadra en ninguna de las subvenciones. Han recibido 5.000 dólares en el último año pero con un uso finalista, cerrado, para el programa de mejora de lectura y logopedia. Con eso no pagan al fisio, ni a la limpiadora, ni a los maestros (Siham Abbas, una de ellas, asiente callada, reconcentrada y seria desde su banqueta).
Por eso hay meses en los que tienen que cerrar aulas. Por eso ahora está cerrado el taller de peluquería, por eso el hueco del ascensor sigue siendo un túnel negro, vacío, y los discapacitados se ven obligados a permanecer sólo en la planta baja. Por eso la piscina que construyeron con ayuda francesa para los ejercicios de fisioterapia está llena de polvo, porque no hay fondos para pagar una instalación eléctrica que permita tener agua caliente. Por eso los instrumentos de gimnasia acuática yacen muertos junto a la sauna, el complemento para la piscina, que no se ha usado ni una sola vez, porque los fusibles se disparan con sólo encenderla. Por eso no hay sillas de ruedas suficientes y los voluntarios, a veces, traen en brazos a los ancianos hasta el centro. Lo que hacen Mirtha y su gente es administrar la precariedad con una dignidad y una alegría desarmantes. Quizá la clave está en la sonrisa de Nur mientras enseña la última servilleta bordada, o en la del pequeño Hassan cuando cuelga su dibujo en la puerta del aula. Pequeños gestos de resistencia en mitad del abandono.

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